Hasta que se acaba

De una cosa estoy seguro –dijo el Cachao con su sabiduría de borracho adolescente-, la vida sigue hasta que se acaba.

Todos se rieron de él aquel día. La premisa parecía muy sencilla, cualquiera podía haber llegado a la misma conclusión. Sin embargo, ahora que el tiempo había pasado podían ver cuánta verdad se escondía en esa frase tan pendeja.

El Cachao no era mayor que ellos, pero había llevado una vida mucho más jodida de que la de todos los demás.

Cuando llegó al colegio en tercer año ya era bastante alcohólico, así que al principio todos le tenían miedo, acostumbrados como estaban a las mismas personas desde preparatorio. No era muy común que llegara alguien al salón de la nada y menos a mitad de año.

Pero luego se fue haciendo amigo de todos. No solo era simpático, hablador y dicharachero, sino que tenía una manera extraña de hacer que la gente se sintiera bien cuando estaba a su lado. Tenía una capacidad innata de decirle a la gente justo lo que quería oír y lo hacía sin sonar exageradamente halagüeño, en otras palabras, no era un jalabolas, o al menos no sonaba como tal.

El Cachao era un tipo relajado, que podía estar bien entre los profesores, con el perrocalentero de la esquina, en una reunión de padres y representantes y con la gente de su salón y hacer que todo el mundo lo echara de menos cuando se iba, siempre temprano, para dejar los lugares un poco vacios por su ausencia.

Pero de eso se trataba. Él, sobre todo él, sabía que esa atmósfera de eternidad es solo transitoria. Cachao vivía con eso, bebía por eso y un buen día, cuando ya todos sus compañeros (casi hermanos) de aquellos tres últimos años de colegio habían hecho sus vidas y no pensaban en Cachao, decidió cortar el hilo.

¿No dicen que dios no le da a nadie un peso mayor del que es capaz de soportar? Pues parece que con Cachao (y con los suicidas en general) a ese dios se le pasa siempre la mano, ¡Oops!, y luego los abandona, impidiéndoles la entrada al cielo, como si (según sus propios preceptos) no hubiera sido culpa suya. Dios al final se lava también las manos.

Y una cosa se suma a otra y a otra y a otra. Una pequeñez desata la tragedia. Casandra grita desde allá atrás, ¡yo lo sabía! ¡Lo supe siempre! Y Cachao siempre tuvo razón, la vida sigue hasta que se acaba. Y se acabó.

Comentarios

Anónimo dijo…
Claudia, me gusta este relato. No solo tus relatos referidos a la infancia son buenos sino tambien este tipo de texto, que es triste pero tan autentico que enseguida recrea esa realidad, esa tragedia que afecta a tantos adolescentes.

Lillian

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