Buena suerte

Por Matusalén Gómez

El ascensor se había dañado en la noche, él escuchó el chasquido de la puerta y sintiéndose el más común de los mortales, pero un poquito más chiquito. Mañana me sale escalera –pensó-, menos mal que es bajando. Y golpeó la almohada para buscar el acomodo previo al sueño, que vino con rapidez.

La alarma sonó a las 4:30a.m., y Juan, sin ganas, se revolvió en la cama, aunque no tuve suerte porque al segundo se levantó y sin desperezarse se metió en el mini-baño a asearse. La ropa que se pondría había quedado lista en la noche, así que rápidamente se vistió, vertió el café que sobró de la cena, ya recalentado y con poca azúcar, en la taza sin asa y se vio al espejo de medio cuerpo -el oso me está pegando- se dijo en su interior. El cinturón no mentía y lo forzó a entrar en el orificio.-

Cerró casi sin ver la puerta del apartamento y agarró las escaleras, que mal alumbradas y con escalones cortos, había que bajar con cuidado; pero Juan, ya experto en ellas, se agarró al pasamano y haciendo gala de hombre araña, se comió en un santiamén los 7 pisos.

Salió a la calle y ya a un cuarto para las 5, el movimiento de gente era bastante. Ojala venga la buseta rápido –pensó- y se puso el auricular del Ipod. Esperó 3 minutos y arrancó para la próxima parada, el trayecto redoma de Catia-La Gorda, a esa hora no estaba servido por el metro.

La inseguridad, pana -se dijo-, y llegó a la parada después de sortear los enormes charcos formados por el aguacero de la madrugada que los drenajes colapsados no dejaban correr; brincar sobre los montones de basura, que en 15 días no habían sido recogidos; y con los zapatos enmierdados por una plasta que al pisar no vio. Minutos antes había buscado desesperadamente un montecito donde restregar el premio por levantarse temprano. ¡Coño!, hoy va ser mi día de suerte -pensó dentro de sí-, mientras restregaba con arrechera los zapatos.

Al fin, con el zapato medio limpio, y al mejor estilo Mr Bean, su olfato le dice que el olor sigue, y presto agradeció el charquito de agua, donde disimuladamente batió a ritmo de conga, el tacón del zapato.

Siguió, porque ya había perdido 10 minutos en el incidente y caminando de prisa junto a otros sufridos, logra montarse en una buseta con destino a Chacao. El café negrito rebulle en su estomago, aunque va de pie y apretado, no le para, porque al igual que él, todos llevan el mismo destino; con un vistazo les identifica y se dice; son los mismos de ayer; el chofer desentendido de la gente avanza y con suerte, quizás por la hora, se para muy poco y hace buen tiempo hasta la esquina de La Gorda, donde se detiene y procede a cobrar a los pasajeros, que uno a uno, van dejando en la mano curtida las monedas del pasaje. El chofer como autómata y ya acostumbrado, ni siquiera dirige una mirada, se desentiende, y es la mano derecha quien actúa; pass pass pass, y la mano es la que tiene los ojos; dame lo mío, dame lo mío y baja otro pasajero; el viejito tarda un poco y la mano se mueve y un solo dedo, el índice, le señala, como diciendo apúrate; dame lo mío, dame lo mío y cuando va a dar el cambio, dice: toma lo tuyo, toma lo tuyo.

Juan casi de último da un paso y tropieza, sin querer, con la chica de adelante. Ella voltea y lo ve con tono de reproche. Él, listo para decirle lo que siente, se detiene cuando escucha un -¡Es que no ves! a la vez que la mujer se adelanta para pagar. Juan ni habla -este es el premio por pisar el plastón -se dice en voz baja.

Apaleado, paga a la mano y baja de la buseta y se repite buscando animarse; ¡Va a ser un buen día!, ¡va a ser un buen día!, ¡va a ser un buen día!

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