La deuda

Faltó poco para que se fueran a la quiebra y hubo que echar a todo el mundo y quedarse con un jefe de despacho, una secretaria y una joven experta en informática y de buena presencia telefónica, que, cada vez que fuera necesario, se pondría al aparato y verificaría la información de las encuestas entregadas. Ya se sabe, en este negocio se inventa a granel, los encuestadores llaman a sus amigos, les dicen que pondrán sus nombres en una encuesta y luego, solos en su casa, inventan todas las respuestas. Cuando se acaban los amigos, los menos previsores inventan incluso los nombres y los números de teléfono y entregan por bueno su producto en la oficina convencidos de que se merecen la plata, ya que, bien visto, los peces gordos del despacho se quedan con el dinero y a ellos, los empleados a destajo, a quienes pagan una miseria sacando tajada de su necesidad, les tiran las sobras. Así hablaban en los corrillos de café o a en el andén del metro estos revolucionarios de guante blanco para justificarse ante los otros y convencerlos no sólo de que obraban sustentados en sólidas y filosóficas razones, sino de que ellos eran unos idiotas por no hacer lo mismo.

A Gerardo le parecía taimado, falso como un billete de tres pesos, quien así hablara, y de buena gana le habría escupido que su pretendida agudeza de visión era una simple tapadera de la vulgaridad e hipocresía rampantes en este mundo por lo menos desde que él era persona. Persona: se ufanaba de merecer tal dignidad con la mayúscula de entrada y el resto en minúsculas, porque no estaba en él querer ponerle en pie encima a nadie, pero tampoco que se lo pusieran. Había pasado una corta temporada en Ohio y vio la posibilidad de hacer carrera, no en un oficio específico, sino como trabajador de ocasión dispuesto a quebrarse la espalda por un Burger si ése fuera su empleador, pero también por un Chicken si viera que allá podía ganar más plata. Se enroló como ayudante de camarero en un restaurante de cierto prestigio a las orillas de la carretera a Cleveland y se dijo que se iría en cuanto consiguiera algo mejor. Su paga básica era miserable: menos de tres dólares con cincuenta la hora. Pero no tenía otra cosa. Pronto descubrió que estaba muy equivocado. La paga básica era lo de menos. Lo que de verdad contaba, aquello en lo que reposaba su cada vez más jugosa bolsa de cada noche eran las propinas que recibían los meseros, de las que estaban obligados a destinar un porcentaje para los ayudantes de meseros. Y más allá de las propinas de los clientes, contaban para él las propinas impredecibles que, según la noche, pudieran ofrecerle los propios camareros, el encargado del bar y el mismísimo manager si se viera sin ánimos para bajar unas cajas de la bodega de materiales y poner un poco de orden a los alimentos del congelador. Aquello no era un restaurante, era una casa de comercio en la que cada noche ofrecía sus servicios a cambio de una comisión que crecería o decrecería al compás de las ventas de aquella pequeña versión de la bolsa que también era el restaurante. Los camareros se detenían a cada rato delante de la cinta electrónica que informaba hora tras hora a cuánto ascendía la venta de la noche. Si era un viernes y acababa de terminar la ceremonia de graduación de alguna Universidad, el restaurante se llenaba y los meseros se veían a gatas para cumplir con todo el mundo y granjearse una suculenta propina; si había una convención en el hotel de al lado o acababa de jugarse un partido importante, los meseros se le acercaban y le susurraban “si te encargas de levantar todos los platos de mis mesas, te doy diez dólares”, “si barres, te llevas cinco”, “si trapeas lo que derramaron aquellos o pasas más seguido por mis mesas, te pago bien”, “si me traes hielo, limpias la barra y arrojas mi basura al contenedor, te doy 25”. Tenía brazos fuertes para cargar bandejas repletas de platos y vasos, y piernas rápidas para llevarlos a la cocina, regresar al comedor y moverse por el restaurante como su amo y señor a la caza de nuevas mesas con más platos sucios. A fuerza de no negarse a nada, cada noche recibía billetes de distintas manos y en distintos momentos, y en la madrugada salía en su bicicleta sin haberlos contado aún, borracho por la excitación. El dinero era bien visto y la posibilidad de ganar cada vez más terminó volviéndolo un adicto al trabajo de ayudante de camarero. Pensándolo bien, el manager se lo había advertido, pero él fue incapaz de entenderlo en un primer momento: recibirás un básico, un porcentaje de las propinas y, si eres un buen trabajador, tus mismos compañeros te darán dinero. Lo había oído como se oye lo que no se entiende ni parece tener ninguna importancia y lo dejó seguir de largo, hasta que, pasado el primer mes, aquellas palabras se materializaron en su bolsillo y en su pellejo. A las dos de la madrugada llegaba exhausto a su pequeño estudio, sacaba los billetes del bolsillo impaciente por contarlos, hacía la suma, dejaba una parte para el banco y el resto para sus gastos diarios y el lujo bien merecido de alguna cena; luego, una ducha para quitarse de encima el olor del restaurante. Al salir del baño se desplomaba en el sofá-cama excitado por el dinero y demasiado cansado para pensar en la soledad. Aprendió a confiar en los meseros, y en algunos más que en otros, igual que en los encargados del bar. Si atendía la barra la chica de cabello negro y rasgos latinos, sabía que, por mala que fuera la noche, se sacaría 20 dólares; de Mike, el rubio de la Florida, esperaba una paga justa proporcionada a lo que tuviera que hacer; una vez le dio 30 dólares, fue la noche que los Marlins ganaron el campeonato de béisbol; si la manager hija de mexicanos le pedía un favor, sabía que esa noche antes del cierre cenaría un jugoso filete de carne asada con papas fritas por cuenta de la casa. En la Universidad había tomado un curso de historia que debió abandonar justamente cuando empezaban a estudiar el surgimiento de las ciudades en la edad media y se imaginó que las nacientes ciudades debieron de ofrecer a los hombres de aquel tiempo algo de lo que él experimentaba todas las noches en el restaurante: la excitación ante la posibilidad ilimitada de ganar, el vértigo de las luces artificiales, la voz que viene a proponerte un negocio. No había vuelto a coger un libro en un año, así que cada noche en la penumbra matizada por los seis televisores sintonizados en canales distintos del Saturday´s, continuaba estudiando por su cuenta y la de su imaginación el florecer de aquellas ciudades.

Se enamoró de una extranjera, cruzó el Atlántico detrás de su amor y la historia, pasados dos años de luna miel, tocó a su fin y se vio solo y sin destino en Barcelona. Lo salvaron las encuestas. Trabajaba duro y parejo y ganaba lo justo para vivir. Después de seis meses sobrevino la bancarrota. Al principio no lo tomó a mal. Su jefe, una mujer de Madrid, les explicó que el último cheque se retrasaría en llegar pero llegaría. Hasta el momento no había tenido necesidad de firmar o hacer valer un contrato para que le pagaran cada mes las horas trabajadas. Las cosas funcionaban por acuerdos verbales y ateniéndose a cuentas individuales que, llegado el momento de la paga, cotejaban el empleado y la jefe de Madrid en su despacho. Todo había ido bien, ni un centavo de menos, ni la sospecha de que pretendieran birlárselo. Cuando la jefe les prometió que el cheque no lo recibirían a finales de éste sino del siguiente mes, Gerardo comprendió y aceptó. Desapareció de la vista de la secretaria durante un mes y medio, y cuando se venció el plazo, regresó. La secretaría le pidió que entrara en el despacho y Gerardo supuso que todo sucedería como de costumbre: esperaría sentado unos minutos, luego entraría la jefe oliendo a tabaco y resoplando vitalidad y un humor campechano, se sentaría al otro lado de la mesa, le diría: ¡Gerardo!, y extraería su cheque de un acordeón. Al entrar había un hombre al otro lado de la mesa. El desconocido no levantó la cabeza de inmediato. Cuando lo hizo, le pidió:

-¡Dígame!

Esto fue suficiente para que no le cayera bien. Si la secretaria lo había hecho entrar sin anunciarse, este saludo sobraba, era un derroche de arrogancia.

-Vengo por mi cheque.

-Lamento informarle de que habrá que esperar otro mes, nuestros clientes aún no acaban de pagarnos.

Gerardo estaba sirviendo mesas en un restaurantico del centro y de tarde en tarde lo llamaban para que montara o bajara de un camión escenografías de obras de teatro, así que, por lo pronto, de hambre no se moriría.

-Vale -aceptó sus explicaciones y se marchó. Le debían cerca de 1000 euros y comenzó a temer que no se los pagaran nunca.

Regresó el mes siguiente. Las cosas ocurrieron más o menos de la misma forma: la misma invitación de la secretaria a entrar, la misma mirada de velada conmiseración de la chica experta en informática al verlo cruzar la puerta del despacho, y, al otro lado de la mesa, el mismo hombre: americana azul grisácea, camisa blanca, pelo negro con raya a un lado, la voz con acento de ninguna parte y, a través de ella, la misma indiferencia:

-Lamento informarle que su cheque todavía no está listo.

-Pero ya han pasado casi tres meses...

-Lo sé, lo sé, pero no puedo hacer nada, no hay dinero para pagarle, ni a usted ni a nadie.

El color de su americana era rutilante, la camisa no acusaba vejez y los zapatos brillaban, en cambio la ropa de Gerardo envejecía y sus cuchillas de afeitar -lo delataba cierta irritación de la piel sobre el labio superior- no eran nuevas.

-Pero...

Gerardo reaccionó en el acto, el hombre acababa de modificar el tono.

-... no es nada contra usted, todos estamos en la misma situación. Me sabe mal hacerle esperar, ser yo quien les dé estas largas, no quiero ilusionarlo, ni prometerle nada, pero está por llegarnos una buena suma. La empresa está paralizada por la lentitud de nuestros clientes, como le he dicho, todos estamos a la espera... ese dinero está al caer y le prometo que atenderé su caso de manera prioritaria.

-¿Entonces puedo llamarlo por teléfono para preguntarle?

-Por supuesto, éste es mi móvil -le extendió un papelito en el que acababa de escribir el número.

-¿Cuándo?

-Creo que tendré noticias la semana que viene.

-¿El martes entonces?

-El martes.

Al llegar el martes, la confianza que le había infundido el apretón de manos con que se despidieron se había disipado. Gerardo no estaba muy convencido de marcar el número. Se topó con una cabina por el camino y no lo pensó dos veces. “Soy Gerardo”, “Sí, me acuerdo, todavía no...” Quedaron en que lo llamaría el siguiente martes. Llegado el martes, oprimió los botones con optimismo, algo le decía que el dinero había llegado y el hombre le diría que podía presentarse de inmediato en su despacho para recoger el cheque. Nada. La calle por fin estaba gris, pues, después de un mes de reticencias, el otoño había entrado. Soplaba un viento que traía consigo los filos prematuros del invierno. Gerardo se sintió pobre con su suéter, que al salir esta mañana parecía más que suficiente, y dentro de poco no le serviría para nada si no llevaba encima un abrigo. Debía comprárselo, necesitaba darse un pequeño lujo, estrenar alguna cosa que le hiciera sentir que no estaba fuera, al margen, sin capacidad de adquirir. Tuvo un mal día en el restaurante y las propinas fueron consecuentes con su ceño tenso. Llegó el siguiente martes y le pareció que el hombre, aunque seguía siendo amable, empezaba a cansarse. Gerardo pensó que tenía razón. El siguiente martes ya había alimentado su sentimiento de vergüenza lo bastante como para empezar con “Disculpe, soy Gerardo, lo llamo todas las semanas porque...” “No se preocupe, le entiendo perfectamente...”, pero la voz daba muestras de fastidio, y Gerardo aceptó como justificada aquella reacción. Era demasiado insistente, cada martes, ahí estaba, molestando, pidiendo dinero, exigiendo, como si no hubiera otras cosas en el mundo. No soy una buena persona, pensaba. En las noches reaccionaba: tengo razón, no debo sentir vergüenza, su corazón, en lo profundo, se rebelaba, acaso es pecado pedir lo que se me debe, es que no se puede hablar de dinero. Y al siguiente martes volvía a llamar imbuido de toda la seguridad que le daba reconocer sus derechos. Un día se presentó en el despacho sin previo aviso. El hombre mismo le abrió al puerta. Su fastidio fue inocultable. Estaba harto de este hombre. Entró en su despacho sin invitarlo, sin haberle dicho nada aparte de Hola. Al momento salió con un cheque por ochocientos euros.

-Tome, usted es incansable, el dinero no ha llegado, le estoy pagando con otros fondos -sacudió ligeramente el cheque-, aquí está su cheque, asunto cerrado.

La voz alcanzó a ser recia, la cabeza negaba como diciendo “un caso perdido”.

A Gerardo se le aceleró el corazón: allí estaban su abrigo, una lámpara para leer en las noches, quizás un pantalón y una camisa... incluso unos zapatos...

-Todos estos meses he querido hacerle entender que lo que me deben no es una limosna, es mi dinero, me lo gané trabajando y ahora no le voy a recibir este cheque así.

-Eh- el hombre lo miró desconcertado-, haciéndome entender el qué...-realmente no parecía saber de qué le hablaba Gerardo.

-En Estados Unidos a usted le hablan claro: se le pagará tanto, cobrará esto, sin vergüenza, sin hacerlo sentir culpable por cobrar. Ese cheque no es un regalo, me lo deben, no se lo puedo recibir, quédese con su plata.

Gerardo, en nombre del espíritu de los estados Unidos con respecto al dinero, quiso darle un puño, retarlo a un duelo, cobrarle de algún modo la ofensa que le infligía.

El hombre percibió su latente agresividad:

-Esta bien, como quiera -entró en su despacho.

“Soy un idiota”, se maldijo Gerardo en silencio y lleno de odio salió a la calle.

Carlos Fernández, 2005

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