La acción y la culpa

Nada de lo que has dicho, nada de lo que han hablado parece ser cierto cuando el devastador peso de los hechos destroza todo con la fuerza de un titán. Y entonces, las excusas, y tú que eres culpable de todo cuanto se te imputa, tú que pides piedad, te encuentras ante esa mole de piedra y prejuicios que resultó ser la persona que conocías. No ya la misma, una nueva persona, con todas las ideas que siempre odiaste.

Todo era mentira, todo frase hecha, todo falso. Hablar, hablar, hablar, hablar de hacer, hablar de modos de pensar, hablar de posibilidades y la acción aterrada porque sabe, porque lo siente que las cosas serán totalmente distintas el momento que le toque salir y actuar.

Salir y actuar, la acción solita, lavarse la cara, desprenderse el sueño del rostro, de las manos, de los pies, echarse un baño tal vez, pero de eso nunca se sabe, la acción siempre anda de prisa, una vez que es requerida. Antes agazapada, esperando para actuar. La acción actúa, sale a escena, se personifica y mata, insulta, grita, clava puñales, viola, rompe, rasguña y pedalea, pedalea rapidísimo porque una vez montada en la bicicleta la acción no puede parar.

Y tú sigues atónito con tu culpa y tu pena viendo la transformación monstruosa de ese ser que tanto quisiste, que tanto quieres. La delicada madre, el esposo respetuoso, la amiga sincera, el perro fiel.

Luego pasa, todas las cosas pasan y vienen las explicaciones de lo inexplicable. La tontería de los perdones. La devolución sin sentido del arrebato. Y la ofensa imaginada, la creada en la mente del ofendido no es nada comparada con la real del ofensor que ha visto, aunque sea por unos segundos, por unos minutos, por unas horas, por unos días, la verdadera naturaleza del amado.

Como una ventana que no se cierra nunca. Un hilo de miedo, una imagen debajo de otra imagen, el miedo latente de que la bestia despierte en cualquier momento ¡zas!, ¡zas! y pase su hoja de acero afilada por tu cabeza.

Y la culpa, la culpa es zorra vieja, tiene su rincón calentito en tu cabeza, se ha acomodado muy bien dentro de ti, desde pequeño, desde que naces, desde que aprendes a comer, a disfrutar, a sentirte bien, a vivir, la culpa siempre está ahí, es tu compañera calladita, eso sí, la culpa. No sale, es tímida, pero se escurre, se cuela, se mete por todas partes y de pronto ya es imposible disfrutar de algo sin sentirte culpable de otra cosa.

Algunas veces tarda en llegar. La culpa, o nunca apareció o llegó tarde. El cuchillo del adolescente levantado sobre el pecho de la madre que lo mira tratando de recordarle quien le dio la vida. La vida. Pero no dice nada, ni la culpa viene. Y el cuchillo penetra, rompe, clava. A los minutos, quizá a la media hora, llega la culpa. Vestida de luto, acalorada, pero sin pena. Y el adolescente eufórico lleno de la sangre de su propia madre, deja sumiso que la lengua de la culpa lo seduzca, lo lleve a agarrar el cuchillo que se clava en la carne blanda del corazón adolescente del asesino.

El detonador, la llamada a media noche, el botón que se pulsa con curiosidad infantil. La pelota que cae en cámara lenta y empuja la tabla que resbala un poco y luego salta y va dar directo a la cabeza de la niña aquella que ahora yace apenas con vida en el pavimento. Así se mueve a veces la gente. Ajena a todo. La tragedia desencadenada y el coro griego detrás sabiéndolo y sentenciándolo todo.

La conciencia y la culpa son primas-hermanas. No se llevan muy bien, pero qué le vamos a hacer… son familia y eso se nota a pesar de todo. Es la conciencia —siempre tan conciente— la que trata de alejarse de la culpa. En el momento del crimen son las grandes ausentes. A veces la conciencia llega a tiempo, o muy temprano, para irse con anticipación dejando el terreno libre para el arrebato.

La conciencia anticipa. A veces es racional, se presenta y profundiza. Otras veces es como un flash, aparece de pronto en forma de pregunta ¿qué estoy haciendo?, ¿qué voy a hacer?, ¿qué hice?

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