El extraño

Esa mañana cuando Octavio se vio en el espejo no se gustó. No era que se sintiera feo. Octavio sabía que no era particularmente hermoso, pero tampoco especialmente horrible.

A sus 37 años tenía una cabellera espesa y completa, aunque si se fijaba bien podía notar que la línea del cabello había retrocedido ligeramente, pero nada de que preocuparse, sus ojos no habían perdido el brillo, pero eran en parte culpables. Sus cejas estaban bien pobladas, sus pestañas seguían siendo parte esencial de su “gancho” con las mujeres, su sonrisa seguía exhibiendo todos los dientes emparejados a juro por los años de ortodoncia.

No, no era su aspecto en sí lo que no le gustaba. Era su expresión. Había algo en sus gestos que no le pertenecía. Como cuando sonreía y subía demasiado el labio superior y dejaba al descubierto la encía. Octavio reconocía ese gesto en la boca de su tía Marta, y la tía Marta no le gustaba. Cada vez que sonreía era consciente de que no era él quién lo hacía, no era su expresión sino la de Marta la que se reflejaba en la cara. Antes no lo había notado tanto, pero ahora que la piel de su rostro empezaba a relajarse, sus músculos se empeñaban en mantener ese rictus. Y a Octavio no le gustaba ver a Marta riéndose en su cara.

Además estaba cada día más convencido de que una de las razones por las cuales su mujer lo había dejado era por sus ojos. Al principio, cuando empezaron a salir, a Adela le encantaban los ojos de Octavio, lo miraba fijamente porque decía que sus ojos era únicos. Pero no lo eran. Cuando meses más tarde Adela conoció a su futura suegra reconoció los ojos de Octavio en los de su madre; o viceversa. Lo terrible, los ojos de Octavio no eran realmente suyos.

Adela y su suegra se llevaron de maravilla los primeros años, pero cuando la suegra empezó a meterse con la manera en que Adela llevaba la casa, con la ausencia de hijos, con las horas que pasaba en el trabajo, Adela comenzó a sembrar semillas de odio. Al final, cuando ya el matrimonio iba irremediablemente en picado, Adela no podía mirar a Octavio a los ojos. En el fondo él sabía que no era su culpa, que no lo odiaba a él ni a sus ojos, sino que Adela era incapaz de separar los ojos de él de los de su madre. El divorcio se dio sin inconvenientes ni dramas.

No era la primera vez que Octavio notaba a Marta en su risa. Todas las mañanas frente al espejo pasaba por un ritual parecido; y tener conciencia de lo que no era le estaba restando confianza. Ya no podía sonreír espontáneamente porque de inmediato se despertaba un mecanismo de defensa que le avisaba, “tía Marta”, “tía Marta” y su expresión se volvía dura sin ninguna razón aparente. Se avergonzaba de sus ojos. Estaba empezando a tener problemas para relacionarse con los demás.

“No soy yo”, “No soy yo”, se repetía. Y ensayaba frente al espejo otras maneras de sonreír, todas falsas. Para amortiguar el asunto de los ojos se había comprado unos lentes que no necesitaba, pero que definitivamente desviaban la atención de los demás, ya la gente no lo veía a los ojos. Pero el asunto de la sonrisa era más difícil de enmascarar. Era demasiado espontáneo.

“La barba”, se dijo, me voy a dejar la barba. Así no podré verme demasiado la expresión. Tendría que esperar algunos días, pero era posible que resultara.

Cerró los ojos, se hizo la imagen del Octavio con barba que aunque sonreía como la tía Marta podía dejar de pensar en eso, se puso los lentes y salió del baño, esperanzado, a comenzar un nuevo día.

Al pasar por la puerta llevaba, sin quererlo, la sonrisa de Marta en la cara, los pies de su padre, el mentón del abuelo paterno, el lunar de la espalda del tío Niño y quién sabe cuántas otras cosas que no le pertenecían.

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