A vuelapluma – El nacimiento

Durante todo el año mi abuela Marco recolecta los cuadritos de papel celofán de los empaques de caramelos que en diciembre se convertirán en las ventanas multicolores de las casitas de su famoso nacimiento.

Va haciendo las casitas poco a poco, con paciencia, con cartón y cola blanca. Cada una es diferente y que ni se nos ocurra a ninguno de sus nietos tocarle las cajas donde guarda las cosas del nacimiento porque ahí sí es verdad que nos mata. Porque mi abuela será muy delicada para hacer las casitas chiquiticas del nacimiento, pero tiene la mano más pesada que un yunque y cuando te da, no solo te deja rojo el sitio de la palmada, sino que el espacio entre los dedos se levanta y se hincha y deja una mano en bajorrelieve.

Todos los diciembres llega la noticia ¡ya Marco montó el nacimiento!, y hay que ir a verlo.

Antes, cuando era pequeña, hasta hace dos años o así que tenía como ocho años, me parecía mágico ir a ver el nacimiento. Pero ahora que tengo diez, me parece aburridísimo ir a ver siempre lo mismo.

Por eso, mientras que nadie se da cuenta, comienzo a sabotear el pesebre. A los cochinitos los remojo en el río de papel de aluminio. A los patos, los subo en el tejado de alguna de las casas. Cambio al buey por una vaca vulgar. Intercambio los tres camellos de los Reyes Magos por tres ovejas del pastor.

Por lo menos por el momento, nadie se percata del desajuste. Ahora sí está más bonito el pesebre… ¿cómo decirlo? Distinto.

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