¡Caribe, Caribe, Caribote!
Ocho años tenía sin bañarme en estas aguas. A mí, el agua fría me gusta, me causa morbo, me perturba la anticipación de lo congelada que están las putas playas de Long Island… lo más cerca de Nueva York para ir a una playita. Y cada verano que estuvimos fuera era para mí un reto de espíritu. Mi teoría era que cada vez que me metía al agua gélida rejuvenecía diez años.
Pedro, por ejemplo, no se decidió a meterse al agua sino hasta el tercer año.
Pero el mar es el mar. Y para quienes crecimos con el traje de baño puesto hace falta, aunque el corazón te bata a mil por hora y luego se te paralice a eso de los 10 grados.
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Ahora el Caribe, ocho años después (siete sería más místico), ah, el Caribe… el Caribe en Corralito estaba como bravo. A mí me tapó el oído izquierdo y me robó una cinta para el pelo.
A intervalos, las olas me impedían tomar aire, pero el agua estaba tibia y rica, densa, como es densa toda el agua de mar, cristalina, deliciosa. Mi reconciliación con mi tierra, aunque duró poco… pasaron los vendedores de chipi-chipi y rompe-colchones, el heladero carísimo, las mujeres buenísimas, los hombres menos buenos… y el mar ahí. Salvaje y ruidoso.
Aquí no hace frío, aquí no rejuvenezco cuando me meto, pero qué sabrosa es una playa caribeña... al menos eso.
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