A vuelapluma

Cada vez que me enfermo, y me enfermo a cada rato, la historia se repite.

Me llevan de emergencia al Hospital Pérez de León y una vez allí, primero nos hacen sentar en una sala de paredes azul clarito donde hay varias hileras de sillas también azul clarito, y ahí todas las mamás se acuestan a sus niños en las piernas, boca abajo con las nalguitas afuera.

Luego llega una enfermera y reparte termómetros y las mamás, todas igualitas, le miden la temperatura a sus respectivos hijos.

Alguno lloran, otros no y luego al ratito vuelve a pasar la enfermera leyendo la temperatura de cada termómetro y anotándola en un cuaderno.

Yo me imagino que siempre tengo fiebre porque lo siguiente es esperar a que me llamen por nombre y apellido y me pongan una inyección.

Ya con resignación, porque no es la primera vez que visito el hospital en los últimos dos meses, le pregunto a la doctora ¿Otra vez? y, aunque le doy lástima porque sabe que me han puesto muchas inyecciones me puya de todas maneras ¡Aaaay!

Por eso cuando me caí de la litera por andar pasándome a la cama de arriba con mi hermana, y me pegué en la cabeza con la chimenea de la casa de Fisher Price con la que habíamos estado jugando y que mi mamá nos había dicho que recogiéramos, pero no recogimos, y me dio conmoción cerebral y me llevaron al hospital envuelta en una cobija rosada porque era medianoche y no podían dejar que me durmiera, yo ya sabía lo que me esperaba en el hospital.

Esa noche, no me pincharon en la nalga sino que me pusieron una aguja en la pierna que dejaron pegada por un rato. Además, me dejaron en observación y de vez en cuando venía una doctora a hacerme preguntas tontas como ¿cuántos años tienes?: 7; ¿en qué grado estás?: 4; ¿cómo se llama tu maestra?: Maruja; ¿la bruja?: Sí. ¡Qué aburrida!

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