Juguemos
Un día de agosto viniste a tocar la puerta de los vecinos corriendo, gritando —¡Abran, abran, no me puedo escapar, me persiguen las abejas! Y los vecinos no estaban y yo te abrí la puerta de mi casa, pero no habían abejas persiguiéndote y te reíste con una sonrisa que me partió en tres el corazón porque me decía lo bello que eras y lo necesitado que estabas de un abrazo.
Yo te abracé por horas sin saber tu nombre. Se hizo de noche y tu no me soltabas. Tenías una sed de abrazo que nunca había visto, ni siquiera en un niño como tú. Porque eras un niño después de todo y lo de las abejas había sido un cuento y los vecinos que no estaban eran tus tíos y tú habías salido corriendo, huyendo de tu casa donde no querías ni podías estar y no querías más sino que yo te abrazara como si hubiera un hueco enorme en el mundo y todo se estuviera escapando por ahí y la única manera de no ser absorbido por el hueco fuese estar abrazados.
Yo no quería decirte nada, tu corazón parecía tan desolado. Luego me di cuenta de que yo te había llamado, de que yo te necesitaba tanto como tú a mí.
—Azul, azul— empezaste a decir como una letanía y yo no entendía nada, pero luego todo alrededor se hizo azul y no se veían más que cosas azules por todas partes, lo demás desaparecía.
El mar no estaba cerca, pero todo era mar, el sonido de las olas vino de muy lejos, constante —azul, azul— seguías repitiendo y tus palabras se hacían olas que bañaban toda la casa.
Yo quería alargar el tiempo, que esto nunca acabara —azul, azul— y las olas y el abrazo, pero estábamos al borde del hueco.
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