Abrazo

Nana se despertó esa mañana necesitando más que nunca un abrazo.

Un lugar donde ahuecarse y sentirse pequeña, donde estuviera permitido llorar y desesperarse. Quería quedarse largo rato en ese refugio, en aquel pecho que fuera para ella la mayor protección del mundo.

Un abrazo —se dijo—. Un abrazo fuerte, cálido y prolongado. Ovillada en su cama podía sentir sus ojos hinchados. ¿A qué hora habría logrado dormirse por fin? Estaba agotada.

Sabía que un abrazo así equilibraría todo su desorden, pero no tenía a quién pedírselo. Hay abrazos imposibles —pensó mientras seguía imaginando el abrazo perfecto. Ni muy fuerte, ni muy blando —dijo—, un abrazo donde mi cuerpo encaje perfectamente, que me impregne de un olor familiar y dentro del cual sepa que pase lo que pase todo estará bien mientras la sensación de ese abrazo persista, aunque el abrazo ya no exista.

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