Gato por liebre

Ya no soy joven, estoy cansado, deseché la mitad de mi vida pensando que no tenía talento como escritor y ahora resulta que soy buenísimo, que siempre lo fui.

Todo comenzó hace unos veinte años. Yo acababa de llegar a este Estados Unidos, todo en mí era esperanza. Nunca le dije a nadie que estaba escribiendo ficción. Un periodista como yo, aunque para ese entonces era medianamente conocido en mi país y en mi lengua, tiene que atenerse a lo que es. Y yo soy un periodista… que quería ser escritor de novelas.

Me pasé un montón de tiempo escribiendo la historia, quería meterla en un concurso y estuve ahorrando para pagar la cuota de lectura. Había escuchado que los concursos en los que se cobraba por leer la novela o en los que no pedían pseudónimo tenían muy poca credibilidad, pero yo tenía fe en lo que estaba escribiendo así que pagué mi cuota con dolor, pero con gusto. Me inventé un pseudónimo literario, claro, y envié mi famosa obra maestra a ser juzgada por quién sabe quién.

Durante los tres meses que precedieron al veredicto no pegué ni un ojo. Entendía muy bien mis limitaciones de lenguaje, pero con todo y eso sabía que era una buena novela. Esperé y esperé, revisaba el buzón con una ansiedad indescriptible, aunque tenía perfectamente claro que no recibiría ninguna noticia hasta dentro de noventa días.

Cuando finalmente llegó, la carta me devastó. Un tornado me arrancó la cabeza. Nada como esa novela me había hecho enloquecer de esa manera. Ni siquiera una mujer, con las mujeres siempre había sido bastante ecuánime y formal. Esta carta de rechazo, muy correctamente escrita, llena de palabras de ánimo y mensajes de autoayuda marcó el principio de mi vida sin ilusiones. Me dediqué a hacer lo que sabía que hacía bien.

Me metí entre los círculos de escritores y empecé a descargar mi ira sobre ellos. Mi credibilidad como crítico creció proporcionalmente con mi hiel. Los escritores noveles me temían y los reconocidos trataban de comprarme con su simpatía; pero yo me mantenía firme, yo tenía poder ahora.

Ahora sé que esa novela de la que tanto se habla es la mía. No sé en qué punto de la historia me lo robaron, no sé quién fue, no sé dónde se filtró. Pero no hay duda de que es mi novela. La recuerdo palabra por palabra, sé lo que me costó escribir en inglés lo que me había sido dicho en castellano. Los avatares que mis abuelos habían sufrido en España y que habían llegado de contrabando en el trasatlántico que los depositó en tierras venezolanas.

¿Y qué debo hacer ahora? ¿Gritar a los cuatro vientos que esa novela es un plagio?

No, debo mantener mi rol en esta farsa.

Debo negarme, venderme, ser un Judas.

Mis críticas, más ponzoñosas si cabe, destrozan lo único que me dio la mayor alegría y la mayor decepción.

Comentarios

Alvaro dijo…
Al final te lo pongo en abierto, pensaba haberte puesto un email, pero he cambiado de opinión.

Me ha gustado y me gsutaría hablar contigo sobre ello.
Anónimo dijo…
Estupendo. Aunque soy de los que cree, como el Juan Pablo II, que se escribe sin preguntarse si vale la pena hacerlo.

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