Misterio (Parte I)
Debían haber tomado el avión hacía largo rato. No sabían que hacían de pronto en esa especie de jefatura de pueblo con todos los demás que iban con ellos en el autobús que los llevaba del hotel al aeropuerto.
Cuando llegaron a la pequeña sala, había una mujer sentada en una mesa, una adolescente medio punk mascando chicle y un rabino gordo que les pareció haber visto antes.
Algo dijo la mujer de la mesa, la que aparentaba ser la figura de autoridad de la sala a lo que la adolescente respondió dudosa algo que a Doris le pareció familiar.
-Me siento miserable, pero si me ves presentable, muero feliz -repetía la chica, pero la mujer era dura y le exigía un poco más.
La adolescente salió de la sala con la cabeza baja, detrás de la mujer, repitiendo constantemente la frase, como una letanía.
Al quedar solos en la sala con el rabino corrieron a la mesa a ver si podían sacar algo en claro. Encontraron varios libros. Doris vio Mujercitas y dijo, eso, eso era lo que la muchacha repetía, una frase de Mujercitas, sabía que me sonaba de algo.
Siguió repasando los libros, era una biblioteca muy nutrida para el tamaño del lugar. Les pareció extraño que en esta especie de jefatura ubicada quién sabe dónde se preocuparan por reunir literatura.
–Muy bien –le dijo Doris al marido–, cuando vuelva no te hagas el gracioso. Parece que las preguntas tienen relación con libros, al menos alguno he leído, aunque haya sido tiempo atrás.
–Mira este paisaje –le dijo Abel, el marido que se había alejado hacia la ventana–, nunca había visto nada así. ¿Dónde estaremos?
Ella se acercó hasta ahí y quedó ciertamente sorprendida. El terreno estaba dividido en parcelas cuadradas, la mayoría áridas con algunos parches verdes, no había montañas, apenas unas colinas deslucidas a la izquierda donde se veían algunas casas de precaria construcción.
El rabino dormía. Cuando la jefa llegó, ellos se quedaron en silencio. Contrario a la solicitud de su esposa, Abel quiso hacer migas con la autoridad. ¿Da clases en su tiempo libre? –le preguntó. La mujer los miró como queriéndoles matar. Era una mujer corpulenta, trigueña, alta.
–Soy profesora, PROFESORA. Y ustedes, ¿qué hacen en mi clase?
–Se equivoca –dijo Doris– íbamos camino al aeropuerto en un transporte del hotel. Nos despertamos tarde y tendríamos que ver en el aeropuerto cómo llegar a casa. De seguro habíamos perdido nuestro vuelo. Cuando llegamos estaban aquí todos los que venían en el autobús. Han desaparecido hace rato. No sé a dónde se han ido.
– ¿Y el rabino? –preguntó la profesora.
Abel saltó –¡Ya sé! Ya recuerdo, estábamos en el autobús cuando él salió corriendo detrás, a ver si lo alcanzaba... no logro recordar si el conductor se detuvo o no. El rabino sudaba a mares y corría tras el bus con gran esfuerzo.
–Parece agotado –dijo la profesora–. Yo no iba en el autobús, ¿verdad?, ni mi alumna.
–No, ustedes estaban aquí cuando llegamos –dijo Doris.
–Ya veo. Creo que hemos muerto, como en Pedro Páramo, ¿tiene idea? Ya sabe, "Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo".
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