El regreso del colibrí

Por Matusalén Gómez

Hace muchos años cuando era muchacho y vivía en San Agustín del Sur, uno de los pocos y sanos entretenimientos era caminar por la avenida principal, cruzar un puente para peatones que había sobre el río Guaire que te llevaba hasta el Conde y luego caminar hasta el Parque de los Caobos. Llegabas a un mundo distinto, árboles de todo tipo, grandes y frondosos y aquella brisa divina que como la voz de Natura, silbaba a través de las ramas de los árboles.

Pero el tiempo inexorable pasó, dejé de ser joven y el mundo me lanzo a la aventura.-

En mi segundo matrimonio no me libré de las crisis y acosado económicamente por una de ellas, a Sotillo, un pueblo del Estado Miranda, fui a parar. Con los ahorros de mi esposa compramos una casa a medio hacer que con el tiempo se transformó en hogar. Allí abrí la tierra seca y yerma y fui sembrando árbol tras árbol: mamones, jabillos, mangos, guanábananos, limones, plátanos, aguacates, almendrones. Así pues, aquel erial se convirtió, a la vuelta de pocos años, en un edén: turpiales, arrendajos, tortolitas, cristofués, cardenalitos y otros formaban un coro digno de la mejor sala de conciertos.

Pero como nada es perfecto en la vida, me llegó la chiquita y un buen día mi esposa me echó de la casa. Sin discusión, agarré las pocas cosas que según ella me tocaban y a un apartamento fui a parar.

Viví procesos muy duros buscando en mi interior sin encontrar muchas respuestas, pero lo asumí; karma me decía, alimenta tu espíritu y en una oportunidad fui llamado a la que fue mi casa.

Al llegar sufrí un fuerte impacto, muchos de los árboles habían sido talados. Lo que más me impacto fue un hecho singular. Justo a la entrada de la casa, había un palo de Brasil donde una pareja de colibríes había hecho su nido, año tras año, allí había siempre un nuevo pajarito, un colibrí, que alegre en su danza, a veces volaba cerca para advertirnos que no nos acercáramos demasiado.

Miré a un lado, y vi que ya no estaba el palo de Brasil, había sido cortado y con él se habían ido los colibríes.

El tiempo siguió su curso y algunas maticas en sus potes me acompañaban en mi peregrinar: una palmita, un palo de Brasil y otras plantas de apartamento. Intenté adaptarme a la vida de cuatro paredes sin lograrlo. Un buen día en una conversación a solas con Jesús, le pedí: “Señor dame mi casa, la necesito y te lo agradeceré”.

Mucho luché y trabajé sin descanso y un buen día el Señor, me concedió el deseo.

Volví a sembrar y encontré un apamatón encerrado en un pote de concreto. Lo llevé a casa, abrí el surco, rompí el envase y lo sembré, lo regué y hable con él, le dije: tú, como yo, sabes lo que es estar encerrado, sabes de la soledad. No te dejaron crecer, ahora te doy la libertad.

Una de estas tardes salí al patio y observé en una de sus ramas un montoncito, creí que era un nido de abejas y me dije cuando tenga tiempo le quitaré las abejas, pero algo pasó volando muy cerca de mí, volteé y vi lo que parecía un pájaro. Me detuve al instante y agucé el oído, nuevamente lo escuche batiendo las alas. Pasó muy cerca de mí y ahora sí lo vi, allí estaba, “el colibrí había regresado”.

Esta semana volví a ver hacia el árbol y no lo podía creer, allí estaban, como en un bouquet, sus primeras flores.

La vida es hermosa.

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