Todo en familia (Parte II)

El ser humano tiene una capacidad increíble para sorprender. Por mucho que uno crea que conoce a alguien, siempre existe la posibilidad de la sorpresa. Incluso uno mismo. Yo, por ejemplo, me sorprendo a mí mismo con conmovedora facilidad.
¿Que por qué quería ver a los demás fallar? Por venganza, claro está. Se habían burlado de mí. Me había equivocado varias veces. Recordaba específicamente cada error cometido y aún me dolía la crueldad con la que me habían restregado mis desaciertos en la cara.
Con el tiempo comprendí que ver a una persona humillada genera un placer indescriptible. Pasé de víctima a verdugo silente, para mí el gozo no estaba en burlarme de la persona humillada, sino en la caída en sí, en la caída de la cual ellos mismos ni se enteraban. Momentos antes, me invadía una sensación de vértigo, me llenaba de anticipación, en cualquier momento hace algo incorrecto ¬―pensaba y cuando en efecto lo hacía yo era feliz y no podía ocultar la felicidad aunque la otra persona ni se enterara, actuando tan natural como lo estaba haciendo.
En algún momento, el placer comenzó a darme miedo y eso me sorprendió. ¿A qué podía temerle? Me daban pequeños ataques de ansiedad. Olvidaba mi propósito en ciertos lugares. Entré en pánico. Solo, en medio de la calle me encontré varias veces desorientado. ¿A dónde iba? Segundos antes lo tenía tan claro y de pronto nada. Vacío. Mi cabeza estaba funcionando de manera extraña. ¿Qué haría si me veía incapacitado de llevar a cabo mis pequeñas fechorías? No me lo podía permitir. Nada me había provocado una sensación de placer tan íntegra.
Comencé a tener el control de mis movimientos. Llevaba un diario donde escribía absolutamente todo lo que hacía. Me aferré a rutinas que me ayudaban a no desviarme. Mi mente se comportó bien por un tiempo.
Era agotador, todo lo que hacía implicaba un doble trabajo. Aplicaba la misma técnica en mí que la que aplicaba en mis queridos caídos.
Fue en ese tiempo en que empecé a presentir una anticipación inusual, intensa, fuerte.
Confieso que me asombré cuando me vi caer a mí mismo. Y el asombro me causó un placer más allá de lo descriptible. Y el ver cómo, en mi rol de humillado, no me daba cuenta de que había caído le causó a mi yo verdugo un sentimiento sublime de liberación.
Ya no me encargo de ver caer a los demás, me he descubierto como sujeto de estudio y la verdad, es que me fascino. Soy un ser exquisitamente apasionante.

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