Y LLEGÓ

Por Matusalén Gómez

Nicolás no la esperaba, la gente que lo rodeaba le había metido en la cabeza que sería eterno, y le regalaban frases como “estás igualito”, “qué haces para siempre estar igual”, “dame el secreto” y algunas que otras palmadas en los hombros; siempre para felicitarle.

Algunos le decían que si había hecho como Dorian Gray, un pacto con el diablo, para nunca envejecer.

Nicolás no se quejaba de nada y a sus 80 años, todas las mañanas en forma religiosa pasaba por donde su otra familia y se encontraba con los dos carajitos y les dedicaba tiempo, palabras y cariño; por ello había una especie de unión muy fuerte y ellos eran muy felices de tener casi dos abuelos. Y así transcurría el tiempo, a nadie se le ocurría que el inexorable tiempo o el silencio de Nicolás venían corroyendo su espigada figura; ¿médicos y exámenes, para qué?, ¿no ves como está mi tío?, decían las sobrinas, está hecho de hierro. Pero pasaba el tiempo.

Yo conocí a Nicolás, hace muchísimo tiempo y de verdad que recuerdo que no hacía nada, quiero decir ningún trabajo, pero como no era mi problema, nunca me ocupé de este hecho. Era bohemio, tocaba guitarra y reunido con José Gómez, quien también tocaba la segunda, cantaban en las noches tranquilas viejos boleros y hasta algún son; a veces me acercaba a escucharles, pero mi duro oído solo soportaba algunas canciones, siempre de amores perdidos y de mujeres que destrozaban el corazón por sus malos sentimientos.

Había cuentos en el barrio, siempre referentes a las travesuras y maldades entre ellos.

Recuerdo uno en particular: resulta que se reunieron cuatro de ellos y consiguieron un viejo camión; (hablo de los tiempos de Pérez Jiménez), y decidieron conseguir algo de dinero buscando unos cocos y con esa intención se fueron a la Guaira. En aquel entonces tomaron la carretera vieja solo con el dinero que gastarían en gasolina y efectivamente, de algunas matas de coco, cosecharon sin sembrar bastantes cocos de agua.

Como no tenían qué comer rompieron la corteza de algunos cocos y se comieron la pulpa, hasta hartarse de ella. A José Gómez más tragón le dio un cólico intestinal y el pobre, según cuentan, le gritaba a Nicolás que era el chofer: “párate Nicolás, párate Nicolás”. Con el ruido del motor Nicolás no escuchaba y ocurrió lo que tenía que pasar. Solo al detenerse se pudo bajar del camioncito y meterse en el mar a limpiarse de su afán por los cocos.

De más está decir que este hecho se convirtió en el cuento que Nicolás repetía cada vez que había oportunidad causando risas y provocando burlas para el pobre José Gómez.

Pero eran otros tiempos, quizás más tranquilos, quizás con momentos de felicidad. Pero como todo principio tiene su final, Nicolás murió la semana pasada, desconozco si dejó heredad ni tampoco me importa, solo sé que era uno de esos seres que pasan por el mundo para hacer la vida como más llevadera.

El Señor Todopoderoso lo acoja en su seno.

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